En una época bastante lejana vivía un rey llamado Ta-ch’uan que reinaba sobre un gran reino. El rey tenía cinco hijos: el primero era sagaz, el segundo ingenioso, el tercero era hermoso, el cuarto dotado de natural autoridad, el quinto poseía a que esa virtud que sabe procurar la felicidad.
Un día, el rey les pidió a sus hijos componer el elogio de la superioridad de la que cada uno se alababa con respecto a los otros. El segundogénito dijo de este modo: “el ingenio ayuda a construir las cosas más variadas, empleando hábiles artificios; he fabricado un hombre de madera, parecidísimo a un hombre de verdad, hasta el punto de engañar. Este hombre se mueve, corre, se sienta y se levanta; baila y canta maravillosamente. Todos los que lo han visto se han declarado contentos; le han traído regalos; muchos no han comprendido el engaño”.
Una vez, el inventor fue a un país extranjero, llevándose el autómata. Quien lo vio admiró su elegancia y su habilidad en la danza: a todos, el constructor decía con orgullo: “Es mi hijo”. Oyó hablar de él el rey del país y quiso ver al virtuoso bailarín. Fue conducido ante el rey: el autómata bailó, cantó, se exhibió en juegos tan complicados como ingeniosos: hasta entonces no se había visto nunca un artista tan hábil.
Hacia el final de la representación, sin embargo, ocurrió un hecho singular: el bailarín empezó a mirar a la reina fijamente en los ojos, con muda adoración. “¡Que se le corté la cabeza!”, ordenó el rey inesperadamente severo. El Padre imploró un favor: “Que me sea permitido matarlo con mis propias manos”. Y se acercó al autómata tocándolo sobre un hombro: la criatura se hizo mil pedazos.
El rey exclamó: “¿Cómo he podido condenar un trozo de madera? Con todo, esta criatura es de una ingeniosidad maravillosa: el mecanismo consta de 364 articulaciones; es ciertamente superior a un hombre verdadero”. Y le regaló al inventor cien mil millones de monedas.
Reproducido en "Los falsos adanes" de Gian Paolo Ceserani (1969)
Hacia el final de la representación, sin embargo, ocurrió un hecho singular: el bailarín empezó a mirar a la reina fijamente en los ojos, con muda adoración. “¡Que se le corté la cabeza!”, ordenó el rey inesperadamente severo. El Padre imploró un favor: “Que me sea permitido matarlo con mis propias manos”. Y se acercó al autómata tocándolo sobre un hombro: la criatura se hizo mil pedazos.
El rey exclamó: “¿Cómo he podido condenar un trozo de madera? Con todo, esta criatura es de una ingeniosidad maravillosa: el mecanismo consta de 364 articulaciones; es ciertamente superior a un hombre verdadero”. Y le regaló al inventor cien mil millones de monedas.
Reproducido en "Los falsos adanes" de Gian Paolo Ceserani (1969)